Uno de los datos importantes de la última elección presidencial estadounidense
fue que triunfo electoral de Trump contrastó fuertemente con la enorme mayoría
de los vaticinios. Algo, por cierto, nada nuevo. Ahí está lo sucedido con el
Brexit en el Reino Unido o con el referéndum reciente en Colombia. En nuestro
país tampoco faltan ejemplos de análisis y encuestas que pifiaron feo: basta
recordar cómo en 2007 muchos titulares y mediciones daban como inminente un
escenario de balotaje entre Carrió y CFK, y como en 2011, con un tono de mayor
“prudencia”, se discutía qué opositor podría despegarse del resto y aspirar
meterse en una segunda vuelta contra CFK. Parece innecesario recordar por dónde
finalmente fue la realidad.
El lector podrá advertir nuestra ingenuidad, ya que la respuesta es obvia: se
trataron en todos los casos de operación y manipulaciones con intencionalidad
política. Y posiblemente sea cierto. Hay dos ejemplos paradigmáticos que citan
quienes suscriben a este tipo de hipótesis. En primer lugar, el rol que
ocuparon los grandes medios de comunicación norteamericanos (y de buena parte
del mundo) en estas elecciones, que operaron escandalosamente. Sistemáticamente
construyeron una burda caricatura (de un personaje fácilmente caricaturizable),
impusieron brutalmente una agenda del debate electoral y subestimaron
ingenuamente la fuerza de interpelación de un discurso sexista, homofóbico y
xenófobo.
El otro caso que se trae a colación es el nuevo fallido de las encuestas y de
los “especialistas”, quienes casi al unísono vaticinaban un triunfo, aunque
apretado, de Hillary Clinton. Que las encuestas han devenido en un instrumento
de operación política -para la instalación de candidaturas y el
encuadramiento-domesticación de la agenda pública- es ya un fenómeno mundial
del cual los argentinos también venimos siendo víctimas. Lamentablemente las
encuestas, que son una herramienta metodológica de vital importancia para construir
discurso y desarrollar una estrategia electoral, muchas veces se publican en
grandes medios de comunicación para incidir en el electorado antes que para
comprenderlo.
A esta altura del partido es obvio que todo esto existe. Que se operan
candidaturas y que se construye agenda pública para favorecer ciertos
intereses. Sin embargo, esto no nos permite comprender por qué se equivocaron
esta vez los agoreros de siempre. Porque además de actuar con mala fe, también
se equivocaron. Y se equivocan porque asumen una serie de suposiciones muy
cuestionables a la hora de analizar la política. El mundo del análisis
político, de la consultoría y del periodismo especializado todavía se permite
afirmaciones cargadas de prejuicios que no resistiría el menor análisis en
cualquier otro ámbito donde la rigurosidad teórica fuese una exigencia. Siguen
asumiendo caducas perspectivas del sujeto, de la comunicación y de la política
que lejos están de cualquier vanguardia teórica.
Veámoslo a través de un ejemplo ilustrativo. Tras el triunfo de Trump, un
amplio y diverso conjunto de expertos, analistas y consultores se rasgaron las
vestiduras por el ascenso al poder de un repudiable político de este tipo. La
lógica del argumento, esquemáticamente, transcurrió por etiquetar a Trump y
encontrar allí los límites de su propio discurso. En otras palabras, es a
partir de una caracterización de Trump, que podemos entender lo que Trump dice
y en función de ello es que podemos determinar el alcance de su discurso. El
razonamiento sería más o menos así: una retórica racista, da cuenta del racismo
de Trump y su discurso sólo puede interpelar a los votantes racistas. El
corolario de esto es que, por ejemplo, ningún latino lógicamente podría
votarlo. Desde este punto de vista, deviene escandaloso el resultado ya que un
candidato racista, sexista y homofóbico fue apoyado por negros, latinos,
mujeres, homosexuales, etc. Como la racionalidad del votante siempre tiene que
quedar a salvo, entonces surgen explicaciones suplementarias, como aquella que
tanto circuló acerca de una supuesta fractura entre los inmigrantes: aquellos
que poseían su green-card votaron por
Trump para quitarse del medio la competencia de aquellos inmigrantes ilegales.
La otra parte de este razonamiento es que Trump supo captar las demandas
sociales. La gente quiere que se regule la inmigración porque es la causa de su
desempleo, la gente quiere que se cierren las fronteras para proteger la
industria y el empleo nacional, etc.
Desde este lugar, el éxito de Trump fue la expresión del país profundo
que, en tanto menos ilustrado que el norteamericano cosmopolita de la costa
este, es más racista y xenófobo.
Ahora bien, este tipo de miradas sobre la política asumen una serie de
presunciones sumamente cuestionables que llevan a reducir a las disputas
electorales a un juego de intercambios entre votantes y líderes político. En
ese juego, los ciudadanos saben qué necesitan y procuran ser eficientes con su
voto apoyando las opciones políticas que les prometen satisfacer esas demandas;
mientras que los líderes políticos precisamente se desvelan por saber qué
quiere la gente y ponen todos sus esfuerzos y recursos en elaborar un discurso
político que incorpore buena parte de eso que la gente quiere.
En este modo de entender la política radica el problema. Entender la política
como un mero intercambio entre oferentes y demandantes tiene muchas
limitaciones, pero nos gustaría señalar las dos más gruesas: por un lado se
considera un discurso político a partir de su propia literalidad, se lo presupone
unívoco y que, por lo tanto, llega a los votantes de manera más o menos lineal.
Y por el otro, piensa que la ciudadanía constituye un agregado de individuos
con demandas que un político debe reconocer y construir su oferta electoral en
función de ello. No. La política no es una transacción. No es el juego entre
grandes estrategas demagogos (y cínicos) y ciudadanos que saben qué necesitan y
buscan en la política un medio de satisfacerlo. Los discursos políticos no
viajan en su literalidad y son receptados unívocamente por los ciudadanos, ni
tampoco los ciudadanos participan de una contienda electoral como si fueran a
un shopping a comprar algo que saben que necesitan. En este sentido, cabría
preguntarse ¿un discurso que ubica la xenofobia como la posibilidad de
reconstruir aquel viejo sueño americano -mito que justifica muchas veces a los
latinos a migrar hacia el país del norte- no hace verosímil su paradójica
fuerza de interpelación a los inmigrantes? ¿O acaso esos millones de
norteamericanos que han perdido su empleo y/o han visto notablemente
deteriorado la calidad de su trabajo -y que han recibido sistemáticamente de
sus dirigentes como única respuesta que se trata de una natural e inevitable
desindustrialización consecuencia de la globalización neoliberal- no tienen
razones para sentirse conmovidos por el discurso de un outsiders que rompe
(brutalmente) con la monotonía de un sistema político, de la cual por cierto su
competidora parecer ser la condensación más acabada?
En fin, hay algo bueno de estas expresiones grotescas
de la política primermundista es que nos sacan del lugar de confort y nos
exige, una vez más, (re)pensar la política.