lunes, 30 de mayo de 2016

Un intento por hablar “en serio” de corrupción.



Frente a la corrupción todos somos iguales. Todos la valoramos negativamente, incluso el corrupto. Tan diseminado está dicho sintagma, tanta fuerza tiene, que dificulta enormemente cualquier reflexión que busque complejizar el debate. Cualquier pretensión por introducir el más mínimo matiz es prontamente atacada como intento de justificación. Esto es lo que ha sucedido con la nota de Hernán Brienza “¿Y si hablamos de corrupción en serio?” (Tiempo Argentino, 21/05/ 2016). Y esto es también lo que parece explicar el miedo que tienen los políticos para ir más allá de los lugares comunes en los que, sin distinción ideológica, caen sistemáticamente: “dejemos que actúe la Justicia”, “el dinero de la corrupción es el que falta en los hospitales y las escuelas”, “es el gran flagelo argentino”, etc, etc, etc. Posiblemente por ello, poco podemos esperar de los políticos con aspiraciones electorales en la necesaria lucha por una ampliación y complejización del discurso de la corrupción. Parecería que estamos, una vez más, frente a la necesidad de politizar una cuestión que la propia política no puede (ni quiere) discutir.
Brienza, en tono descarnado y sumamente provocador, intenta salirse de los lugares comunes y pone sobre la mesa algunos aspectos políticamente incorrectos. El primero de ellos tiene que ver con los límites de aquello que juzgamos como corrupto. En primer lugar, qué cosas entendemos por corrupción ¿por qué la evasión impositiva no lo es? ¿y la fuga de divisas? En segundo término, en una situación que todos estimaríamos como corrupta (por ejemplo, un empresario sobornando un político) sólo juzgamos como corrupto una parte de la escena (el político recibiendo el dinero) mientras que a la otra no sólo que no la vemos como corrupción sino que inclusive tendemos a justificarla racionalizándola: “son las reglas del juego en Argentina”, “¿y qué querés que haga? sino no logra ningún trabajo”, “no tiene otra”, etc.
Brienza pone otro punto importante sobre la mesa cuando ubica el problema de la corrupción en términos estructurales, para superar las miradas individualistas y moralistas que tienden a monopolizar los escenarios donde la cuestión de la corrupción prácticamente monopoliza el debate político (típicamente la televisión). Allí la corrupción es sistemáticamente reducida a un problema de ladrones y por tanto la solución pasa, al corto plazo, por reprimir y sancionar al corrupto y, al largo plazo, construir dirigentes “honestos”. Mientras que para Brienza hablar “en serio” del tema pasa por ubicarlo en relación a un problema mucho mayor, a saber: la relación entre capitalismo y democracia. Nuestras sociedades democráticas y capitalistas hacen, de algún modo, que la corrupción política sea inevitable. Sin dinero no se puede hacer política y si no tenés fortuna personal estás frente a tu primer problema político. Y el corolario de ello sería que la honestidad es sólo una posibilidad para los políticos millonarios y quienes no tienen dicha riqueza estarían “obligados” a la corrupción para poder hacer política. En este sentido es que la corrupción democratiza espeluznantemente a la política: la corrupción es un medio de igualación política que contrarresta (brutalmente) la desigualdad producida por el mercado.
Alcanza con ser bien intencionados para entender que aquí no hay un intento por justificar la corrupción sino por comprenderla. Sin embargo, el corolario del razonamiento propuesto por Brienza es paradójico. Si la corrupción es una expresión lógica y necesaria de una democracia en un contexto de economía capitalista, entonces luchar contra la corrupción es ilusorio ya que la única forma de combatirla sería dirigiendo los esfuerzos o bien contra el capitalismo o bien contra la democracia. La paradoja aquí sería que, en sentido estricto, no habría lugar para un “debate en serio” sobre la corrupción porque en realidad para hablar en serio de corrupción habría que cuestionar el capitalismo o a la democracia. Es decir que el razonamiento de Brienza no nos permite distinguir entre sistemas políticos democráticos y capitalistas donde los modos en que emerge el problema de la corrupción son sumamente disímiles. A pesar de ello, el reclamo de Brienza es tan legítimo como necesario: hay que hablar en serio de corrupción.
En esta dirección, propongo lo violento y lo homogeneizante como dos aspectos con los cuales disputarle el sentido al discurso hipócrita de muchos.

En primer lugar, el discurso de la corrupción es violento porque hace callar. Ocupa espacio en la agenda mediática y política restándole lugar a muchos otros temas urgentes y necesarios. Aunque sea contra fáctico, uno no puede dejar de preguntarse que sería de la pobreza, de la desigualdad o de tantas otras cuestiones si se hubiese invertido tanta tinta y horas televisivas en discutirlas. También es violento porque impone silencio a los sospechados, que nada pueden decir por ser corruptos.
Hoy el kirchnerismo está siendo monótonamente reducido a la corrupción. La sentencia es: en el kirchnerismo sólo hay corruptos y actos de corrupción. Eso silencia al kirchnerismo como sujeto político, le impide hablar de política, lo deslegitima violentamente para tocar otros temas como el dólar, los subsidios, las paritarias, etc. “¿Y qué querés si se la robaron toda?”: no puede dejar de reconocer el bobo honestista que naturaliza una de las más brutales y veloces transferencias de recursos de toda la historia argentina. Hay que ser muy miopes intelectualmente para reducir al kirchnerismo a una banda de ladrones que tomaron por asalto el poder del Estado. Más allá de los Lázaro Baez, el kirchnerismo es un proyecto político mucho más amplio y eso quedó demostrado en sus doce años de gobierno.
En segundo término, el discurso de la corrupción homogeneiza peligrosamente. Por un lado, iguala a la clase dirigente porque despolitiza la política al hacer de las diferencias y las divisiones políticas diferencias morales: hay políticos honestos y políticos corruptos y la política debe ser una lucha de los honestos contra los corruptos. Así se ponen como diferencias de segundo orden, y por lo tanto diferibles, las diferencias ideológicas, históricas u organizativas. Y por el otro, a la vez que homogeneiza la oferta política, también lo hace con la demanda. Sí, como dijimos al principio, es un obviedad que para cualquier ciudadano la corrupción es mala y reprobable: somos todos iguales respecto a la corrupción, todos la rechazamos en igual medida. Sólo alguien malo, deshonesto podría avalarla. Esto impide que veamos nuestras diferencias, que las discutamos y que las confrontemos (democráticamente). El problema está en que los políticos y los ciudadanos honestos piensan distinto. Hay honestos liberales pro mercado tanto como progresistas honestos. Muchas veces sucede que argentinos muy diferentes ideológicamente (un defensor de la dictadura y un militante de los derechos humanos) votando en contra de la corrupción, eligen un mismo candidato. Y cuando éste llega al poder, necesariamente su posición ideológica se evidencia en sus decisiones gubernamentales y esos votantes se sorprenden. Esto redunda en un alejamiento de la ciudadanía respecto a la política.
Es inevitable establecer cierto paralelismo con la forma en que De la Rúa sedujo al electorado bajo el discurso de la corrupción menemista y la demonización de la década menemista pero la diferencia es que esta vez la población no es incauta respecto a estos mecanismos y no se viene de un debacle. Durante los últimos años del menemismo apareció con fuerza el discurso de la corrupción (quizás por primera vez en la historia política argentina, por lo menos con este protagonismo). Menem era un corrupto. Y en contra de eso, en buena medida, se votó a De la Rúa. Esto permite comprender la paradoja de que De la Rúa gana defendiendo prácticamente en su conjunto la política económica de Menem, y Duhalde pierde siendo el candidato oficialista. Evidentemente Duhalde no podía encarnar el discurso de la honestidad. 
Fue tan fuerte la reducción del menemismo como corrupto que recién con el kirchnerismo se abrió la posibilidad de hablar de Menem en otro sentido: el kirchnerismo no redujo al menemismo al lugar de la corrupción, sino que se refirió a él como el promotor de un determinado proyecto de país. Sin negar su carácter corrupto, amplió el problema de la impunidad a la cuestión de los derechos humanos, al empresariado (evasión, pagadores de sobornos) y al poder judicial. En cierto sentido, luchó en contra de que la política sea la depositaria exclusiva del problema de la corrupción.
Tuvieron tanta incidencia los 12 años del kirchnerismo, que Macri junto a los medios hegemónicos de comunicación no pudieron (ni pueden) producir semejante reducción de la agenda electoral como se produjo en el 1999. Es por ello que durante la campaña, finalmente Macri tuvo que reconocer al kirchnerismo más allá de la cuestión de la corrupción.
La habilidad del macrismo en este sentido fue doble: por un lado, se ubicó en el debate político banalizando la política (con su discurso new age, la idea de unir a los argentinos, con su estilo descontracturado y relajado, la “revolución de la alegría”, el Cordobazo de la alegría, etc) y por el otro, asumió sin ningún pudor muchas de las políticas del kirchnerismo (AUH, estatización, etc.).

Ahora insiste con lo primero y pretende desembarazarse de lo segundo. La ciudadanía y la oposición deberán recordárselo.

Link a la nota de H. Brieza

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